por María de Lourdes Santiago
miércoles, 30 de diciembre de 2015
El Nuevo Día

En un régimen como el del dominio de los Estados Unidos sobre Puerto Rico, fraguado y sostenido con engaños (desde la proclama de Miles hasta las últimas promesas electorales incumplidas), la palabra es arma conveniente y poderosa.

Para algunos, poco inclinados a la acción, la palabra tiene dimensiones sacramentales: la realidad, para ellos, deja de ser lo que es para transformarse en lo que se dice que es. Para otros, dispuestos a hacer de la palabra preludio efectivo de la acción, la palabra ha sido motivo de condena: hablar de patria y libertad, denunciar el colonialismo, costó persecución, discrimen, carpeteo y cárcel al independentismo.

Como resultado de esa complicidad lingüística entre los que dominan y los que se dejan dominar, la invasión se convirtió en llegada por invitación, el imperialismo constitucionalizado en “pacto” y el sistema de vergonzosa inferioridad política en Estado Libre Asociado.

Pero como dice el refrán, la mona aunque se vista de seda, mona se queda, y esa relación contra natura en la que Puerto Rico “pertenece pero no es parte de” los Estados Unidos engendró la pobreza, dependencia, sumisión, corrupción, incompetencia y minusvalía que hoy nos tienen frente al precipicio de la quiebra, con las manos atadas y sin atisbos de salvación.

En ese contexto, y habiendo agotado el botín que comenzaron a extraer de Puerto Rico en 1898, los Estados Unidos, por voz de su procurador general, ahora echan mano de una controversia en un caso penal para declarar con una claridad, extensión y fundamentos que antes se habían ahorrado, la crudeza de su dominio sobre Puerto Rico. En el alegato sometido como “amigos de la corte”, reiteran que soberanos son el gobierno federal, los estados y las tribus indias, pero que “la transición de Puerto Rico al autogobierno no alteró su estatus constitucional como territorio…”; que la adopción de la Constitución del ELA fue una mera concesión del Congreso y que el “pacto” tramado por la Ley 600 no implica ni pudiera implicar, cesión alguna de autoridad congresional, lo que “es incompatible con una caracterización de Puerto Rico como soberano”.

Cegado por el dolor de este zarpazo al ELA, el señor gobernador ha consignado su queja ante las Naciones Unidas, reclamando ayuda para mantener en su sitio los últimos harapos de la mascota colonial. Pero olvida él y toda esa “nueva generación” del PPD que los tiempos han cambiado, y que las palabras del ejecutivo estadounidense (de la cuales ya teníamos un anticipo, más templado, en los informes del Grupo de Trabajo de Casa Blanca) no se dan por casualidad en tiempos de crisis, cuando Puerto Rico genera una atención que desde Vieques no veíamos.

Los tiempos acusan la caducidad de un sistema que además de ser moralmente inaceptable, ahora se revela al desnudo como materialmente no viable: proponer que es posible una recuperación económica bajo el ELA y promover cualquier proceso que pretende darle un nuevo aire al inservible aparato colonial es una irresponsabilidad política.

El escenario está dispuesto para conducir a los Estados Unidos a que haga su parte, propiciando condiciones que permitan–sin engaños, sin disfraces–iniciar la descolonización y generar el desarrollo que bajo el ELA es ya imposible. En esta coyuntura –y teniendo presente que la anexión es un espejismo- deben estar advertidos los que ya han caído ante dos o tres palabras vanas que la experiencia ha demostrado que no valen ni el papel en que se escriben.

La palabrería falsa y el vestido de seda de la falsa prosperidad se fueron con los vientos de la historia. El futuro de Puerto Rico está en la soberanía real, que es la independencia.